Relato escrito por Rocío Santillana.


Ven acá, mami, yo no entiendo por qué una muchacha tan linda como tú viaja sola, me dijo el guía mientras me ayudaba a bajar de la guagua. Viajo sola porque vengo a trabajar y porque me encanta viajar sola, respondí, protegiéndome con la mano del aplastante sol. Y así era, pero más cierto es que yo suelo viajar sola precisamente para estar rodeada… de hombres. Sin embargo esa vez, no. Ni hombres, ni dulces. Y a lo más, un bañito tempranero y una hora de bronceado. El guía sacó de su bolsillo una africanita de chocolate que al morder derritió en su boca, que parecía tener el mismo sabor. No es un viaje de placer, dije, más bien con el propósito de ignorar esos labios que se comían a sí mismos. No hay problema ninguno, mi chula. ¿Y de dónde tú eres? Pareces española, pero hablas medio cubana, ¿eres argentina?, quiso saber y arrojó el envoltorio al piso para luego chuparse los dedos. “Yo vengo de todas partes y hacia todas partes voy”, contesté cantando. El muchacho sonrió, Bienvenida a Cayo Guillermo, y besó mi mano dejando un rastro de cacao que hirvió en mi piel. Para limpiarla el “africanito deslizó su lengua casi hasta mi antebrazo, aunque su mirada me lamió mucho más allá. Mami, la vida es corta y las noches son largas, pero yo te puedo llevar a un lugar que sólo yo sé y donde tú vas a ser… vaya… fe-liz. -¿Y cuál es ese lugar tan especial?, interrogué por comprobar una vez más su guapería. Mi cuarto, contestó él, solícito, ¿tú quieres conocerlo? Y esposó mi muñeca con la pulsera “todo incluido”… Todo, menos dulces ni hombres, me recordé a mí misma con severidad.

Luego me ajusté las gafas de sol y, sin mirar a nadie, crucé el lobby del hotel dispuesta a encerrarme en mi habitación a escribir mi capítulo de la semana para la serie de Madrid que entonces no sólo me permitía esos días en el Cayo, sino mi residencia en La Habana y mi posterior regreso a Lima. Pero a la altura del bar algo atravesó mi penumbra polarizada. Los ojos de un bartender ocultaban detrás de sus lentes de espejo lo que el resto de su cuerpo sugería desde el burladero de la barra. Estaba secando un vaso de tubo con un paño, lo frotaba una y otra vez haciendo gemir el vidrio con la aparente indolencia de sus brazos de tobogán, que querían reventar la camisa en cada movimiento. Al verme ladeó la cabeza y mientras yo pasaba frente a él, su mirada perseguía las ruedas de mi maleta y se balanceaba en mi vestido. Sentí algo en mi espalda y me detuve. Ese trigueño con cuerpo de montaña rusa había parado su persecución en el lunar que mi escote dejaba ver junto a mi tercera vértebra. Luego alzó sus lentes y dos cañones me apuntaron desde un barco pirata. Sin ser muy consciente, me quedé paralizada, tal vez a la espera de un abordaje, de que me disparara. Él guiñó un ojo a través del cristal para comprobar la eficacia del leve esfuerzo de sus brazos: el vaso estaba seco, yo, no. Llenó el tubo con piña colada, cogió un palito de coctel, lo sumergió en el líquido, dio vueltas y lo probó escurriéndolo a lo largo de sus labios entreabiertos. Mis dedos apretaron el asa de mi maleta y reanudé mi camino a tiempo de ver saltar el primer botón de su camisa. Ni dulces, ni hombres, repetí, abstemia y muerta de sed.

Abrí mi habitación, un lugar tranquilo y acogedor hecho para que yo trabajara esos días. Tomé un poco de agua, contemplé la vista al mar, encendí el aire acondicionado con moderación y, sin contemplaciones, tiré a la papelera unas galleticas de cortesía que había en un cenicero. Deshice el equipaje, saqué mi lap top, la abrí, coloqué la botella de agua al costado, puse música suave, y decidí desarrollar la primera secuencia mientras me daba una ducha. Entré al baño y me quité la ropa frente al espejo sólo para decirme Verdad que tú eres linda, mi chula. Puse un pie en el plato de la ducha, y abrí el grifo pero... Fui al teléfono. Recepción, buena noshe. Por empatía puse el mismo acento que la voz que me contestó: ¿Me hace el favor? No sale agua de la pila.  Enseguida le mando a alguien de mantenimiento, me aseguró la recepcionista. Y así fue. Llegó casi de inmediato, sin darme tiempo a ponerme algo más que la toalla. 

Ese muchacho era la réplica humana del Monumento al Cimarrón. Tenía una piel brillante de pantera y unos ojos que, más que esquivarme, parecían no percatarse de mi presencia. Una hilera de herramientas se cuadraba en formación en su cintura, entre el cuerpo y la correa del pantalón. Pidió permiso para quitarse los zapatos y entrar a la ducha. Cerró la cortina y yo me quedé al otro lado adivinando sus maniobras a través del plástico. Al instante oí un breve y potente chorro de agua. Como los aguaceros tropicales, pensé, impredecibles, torrenciales, fugaces. El plomero abrió la cortina. Su ropa empapada se había adherido a su enorme cuerpo, una ceiba chorreando savia, un caramelazo lamido. El agua había llegado al suelo que yo pisaba y retiré mis pies de un brinco. Disculpa, yo te seco todo esto, dijo pidiendo permiso de nuevo, esta vez para quitarse el pullover. La pantera cruzó los antebrazos sobre su abdomen y sus omóplatos se contrajeron al liberarse de esa cáscara mojada. Creí asistir al nacimiento de una mariposa. Mi atención voló a sus hombros y su tórax, que eran rocas en una catarata violenta. La columna de herramientas seguía firme como un ejército de soldados atrincherados en su pubis. Exprimió la prenda con todos los músculos y trató de secar con ella los riachuelos que corrían junto a las venas de su cuello. Le alcancé una toalla limpia. Al hacerlo la mía se desprendió de mi cuerpo y cayó al piso inundado. El Cimarrón se quedó quieto y me miró. ¿Tú me permites? volvió a preguntarme. Ni dulces, ni hombres, ni dulces ni hombres, carajo, me repetía yo. Y el barniz de su piel. Y el pedacito de aire caliente entre nosotros. Y los dos respirando el mismo vapor. , contesté sin saber exactamente qué acababa de consentir. Sin apartar esta vez sus ojos de los míos se inclinó hacia mí. La cadena de plata que colgaba sobre su pecho de puma negro me rozó. Sus pestañas estremecieron mi mejilla. Pasó la toalla seca por detrás de mi espalda, me envolvió con ceremonia y luego retiró sus manos sintiendo el seísmo que sabía estaba gestando en el epicentro de mi ombligo. Continuamos mirándonos como quien sabe sobrevivir a un terremoto bajo un dintel salvador pero imaginario. Una gota que venía rodando por todos los eslabones de su cadena se precipitó por el Colorado que formaban nuestros cuerpos y antes de llegar al suelo se evaporó… Un rato después di doble vuelta a la llave de la habitación y, empotrada contra la puerta, cerré los ojos para ver cada una de las herramientas enfiladas en el vientre de ese hombre volcán caer estrepitosamente -como soldados abatidos- por las cataratas de sus piernas. Yo misma me derrumbé también, exhausta de apretar mis muslos entre sí. Ese orgasmo fue una recompensa a mi fuerza de voluntad sin dulces, ni hombres. Premiada y satisfecha, me senté por fin a escribir.

Dormí dos horas cada noche de esos cinco días. Apenas salí temprano sólo a la playa y en los horarios de comidas. Compartí mesa con dos argentinas jubiladas y felizmente ex casadas que viajaban solas, es decir, juntas, y que discutían porque sí y porque también. Con una francesa de 75 que vivía sola en el hotel porque le daba la gana y porque la vida es rosa. Con una irlandesa de 30 que no soportaba el acoso de los hombres cubanos. Y con una cubana misteriosa de la edad del General del Ejército y Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros que se alojaba en la mejor habitación y lo apuntaba todo. ¿Y tú de dónde eres? Me preguntaban todas. Yo, bueno, de todas partes vengo y a todas partes voy, respondía logrando ignorar la pasarela de postres y camareros que desfilaba diariamente ante mí poniendo a prueba sin cesar mi disciplina. Volví a ver al plomero justo cuando lo elegían míster torso mojado. El bartender rotó entre el bar y el ranchón grill sin parar de ofrecerme piñas coladas. El guía no se cansó de preguntarme por qué viajaba sola, ni de mostrarme la llave de su cuarto.

Además de todo eso, un jardinero dejó una flor junto a mí mientras yo me hacía la dormida en la playa. El equipo de salvavidas se peleaba por salvarme en tierra firme al ver que hacía topless. El patrón del Punto Náutico quiso llevarme a una zona nudista en su catamarán. El enfermero de la posta médica me miró con cara de ¿tú también viajas sola? al pasar cargando en brazos a la anciana francesa que se acababa de torcer el pie bailando reggaetón con los animadores más jóvenes y fuertes. Cada uno de esos días yo los miraba a todos: al hombre bombón, al tobogán humano, al puma catarata, al jardinero romántico, a los clavadistas en bóxer, al marinero nudista y al hombre ambulancia. Y pensaba: Esperen nomás a que termine mi trabajo. La última noche ya van a ver. Sin dulces, puede. Sin hombres… ya no.             
 
    Lee la segunda parte en Blog Eros de El País.